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Hace unos diez años, cuando todavía tenía responsabilidades sindicales, iba al frente de una manifestación de enseñantes, portando una pancarta reivindicativa junto con otros líderes. La manifestación transcurría por la calle León y Castillo en dirección a la sede del Gobierno de Canarias al ritmo de altavoces y lemas reivindicativos.
Hace unos diez años, cuando todavía tenía responsabilidades sindicales, iba al frente de una manifestación de enseñantes, portando una pancarta reivindicativa junto con otros líderes. La manifestación transcurría por la calle León y Castillo en dirección a la sede del Gobierno de Canarias al ritmo de altavoces y lemas reivindicativos.
Nos movíamos lentamente, ocupando la
céntrica vía. Un millar o dos de docentes marchábamos reivindicando la
Escuela Pública y la estabilidad del profesorado interino con un
ambiente festivo, que aprovechábamos para charlar con aquel compañero de
la época de Fuerteventura o aquella compañera de los tiempos de los
equipos de Educación Compensatoria, todos ya entrados en canas y
experiencias, marchando al cansino ritmo de la demostración laboral.
Según nos acercábamos a la plaza del Dr.
Rafael O’Shanahan, los cánticos empezaron a hacerse más críticos con
algunos miembros del Gobierno de Canarias, sobre todo con el recién
elegido Paulino Rivero: “Escucha, Paulino, esto no está fino”, “Rivero,
atiende, la Escuela Canaria no se vende” y algún otro que prefiero no
repetir aquí.
En
un momento de la marcha alguien empezó a cantar: “Pikachu presidente” y
el inmenso coro lo repitió multiplicando el efecto: “¡PIKACHU
PRESIDENTE!”, ¡”PIKACHU PRESIDENTE! Confieso que, sin entender lo que
decía, yo también coreé el lema: ¡Pikachu presidente!
Después de un rato, en un ambiente de jolgorio, me atreví a girarme al compañero de pancarta que tenía más cerca y le pregunté:
– ¿Quién es Pikachu, Juan?
El interpelado era Juan Viera, quien por
aquel entonces era mi homólogo Secretario Insular de la Federación de
Enseñanza de CC.OO., me miró con cara de asombro y, sonriente, me
respondió:
– ¿Tú no tienes hijos, verdad, Antonio?
– Pues no, ni hijos ni sobrinos-, le respondí.
– Entonces se entiende -me dijo con
displicencia-. Pikachu es un Pokémon, un dibujo animado y todos los
chiquillos saben quien es. Sale en la televisión y en los juegos de Game
Boy.
– No tengo televisión ni consolas, Juan – me atreví a confesarle, un poco avergonzado.
No hubo más diálogo. Juan se me quedó
mirando como quien encuentra a un ser extraño en medio de la calle, se
sonrió, me palmeó la espalda y continuó coreando los cánticos: “Si esto
no se arregla, leña, leña, leña”; “Si esto no se apaña, caña, caña,
caña”.
Han pasado muchos años y todavía sigo
viviendo sin tener televisión, pero ahora ya sé quién es Pikachu y
muchos de sus congéneres, sobre todo gracias a Internet y las nuevas
aplicaciones de los creadores de “Pokémon Go”.
Recientemente he visto a decenas de
personas, mirando las pantallas de sus teléfonos móviles y marchando
hipnotizados por la calle, buscando a esos bichitos virtuales, sin
pararse a contemplar el mundo real que los rodea. Los he visto mientras
la puesta de sol teñía de rojo el atardecer de la playa o tapando la
brillante luz matutina filtrada por las ramas de un ficus majestuoso
delante de la Biblioteca Municipal, para mejor ver la ilusión óptica del
Pokémon.
Me parece que los cánticos de aquella
lejana manifestación de 2007 han resultado premonitorios y Pikachu se
acerca a una presidencia, al menos a la de los tiempos libres y de ocio
de muchas personas, tanto adultas como menores. El uso de las
posibilidades lúdicas de los aparatos táctiles está revolucionando las
actividades de nuestra sociedad. Muchos adultos han descubierto las
posibilidades de evasión (¡y adicción!) que permiten algunas de las
nuevas aplicaciones interactivas, que entretienen y divierten.
Los menores, que han nacido y crecido en
este nuevo escenario de aparatos interactivos e adictivos, son víctimas
ideales de las características negativas de esta era “pokémones”.
Es difícil encontrar niños que no
conozcan los juegos más adictivos, cada uno con una mitología y una
parafernalia de seres virtuales, sean los ya “tradicionales” “Pokémon” o
los más recientes “Minecraft”. La mayoría de mis alumnos cuentan con
artilugios electrónicos como móviles o tabletas y pasan gran parte de su
tiempo de ocio ocupados con ellos. Conocen quién es quién, qué
características posee cada uno, cuáles se neutralizan entre sí, los que
son positivos y los negativos.
Es un fenómeno imparable. Es difícil
encontrar algún niño que no disponga de consola, móvil o tableta desde
temprana edad. Cuando no es el propio es el de alguno de sus
progenitores, que se lo dejan para que se ”entretenga”.
Este entretenimiento virtual exagerado
es muchas veces el centro de su interés diario, requiriéndoles una
concentración plena y, evidentemente, esto los distrae de otros centros
de interés más convencionales, como la interacción con otros niños, los
aprendizajes escolares e, incluso, los juegos reales. En algunos casos,
es muy complicado motivar a determinados niños con aprendizajes
tradicionales para los que se usan medios “decimonónicos”, como la
pizarra y los libros.
Muchos se quejan de que se aburren. Los
juegos estáticos de las consolas no les permiten liberar su exceso de
energía. Y después de horas de ejercicios dactilares en las pantallas
repiten: “me aburro”.
El aburrimiento es como un fantasma al
que todos temen. Algunos padres piensan que un niño aburrido es algo
peligroso y se le busca todo tipo de actividades para que no caigan en
ello. Las agendas de muchos niños están repletas de actividades desde el
amanecer hasta la noche: colegio, comedor, clases de piano, de tenis,
de natación, de ballet, de francés o de chino y, entre todas ellas, la
consola o la tableta para “entretener”.
Pocos padres o educadores piensan en la
necesidad de la pausa, de la inactividad positiva o de la reflexión,
para un crecimiento equilibrado de la personalidad.
Recuerdo a mi padre, después de quejarnos alguna vez en la niñez junto con mis primos: “estamos aburridos”, decirnos:
– Jueguen al juego de la mosca.
– ¿Y como se juega a ese juego, papá?
– Es muy fácil, se sientan tranquilos en
un sitio, sin hacer nada, pensando en calma y repasando las ideas hasta
que una mosca se pose sobre uno de ustedes. Ése gana. Seguro que
mientras tanto habrá pensado en algún juego o tendrá alguna historia que
contar…
El juego de la mosca nunca tuvo
demasiado éxito entre aquel grupo de primos y siempre pensamos que era
otra estratagema de mi padre para quitarnos de encima y poder dormir la
siesta tranquilo; aunque alguna vez jugamos en los tórridos veranos de
La Lechucilla bajo las parras llenas de racimos, soñando con los ojos
abiertos y picoteando las uvas maduras hasta que una mosca se posaba
sobre una mancha azucarada en nuestra ropa: “Antonio, te toca contar lo
que estabas pensando…”
Confieso que nunca había pensado en la
profundidad del consejo de mi padre hasta este artículo, surgido entre
los calores y las moscas de este verano de investiduras fallidas, pokémones y atentados
fanáticos.
P.D: No sé si Mariano Rajoy ha jugado al juego de la mosca alguna vez, pero creo que lo practica muy bien...
P.D: No sé si Mariano Rajoy ha jugado al juego de la mosca alguna vez, pero creo que lo practica muy bien...
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