martes, 10 de junio de 2014

FUERTEVENTURA (este artículo salió primero en www.canariascultura.com)


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Empecé este mes de mayo en Fuerteventura bajo la sombra de la luna nueva. La primera noche sólo brillaba un pequeño gajo anaranjado que dejaba adivinar la superficie opaca del satélite mientras caía hacia occidente, marcando el camino hacia Gran Canaria.
BurritoCuando la luna se ocultó más allá de la montaña de Tamasite, cayó la negrura salpicada de estrellas mientras una burra alumbraba una nueva criatura en el corral anejo a nuestro alojamiento en la casa rural La Gayría.
Al día siguiente, la burrita recién nacida se pudo poner en pie animada por su madre, siendo bautizada con el nombre de Tara para unirse a la manada de burros de raza majorera en casa de los Santana López, propietarios de la casa y finca del siglo XVIII.
En uno de sus aposentos pasamos cuatro días, al pie de la majestuosa Caldera de Gairía, en el pueblo de Tiscamanita, casi en el centro geográfico de la isla, bien lejos de las playas abarrotadas de turistas y de las desbordadas urbanizaciones que devoran la costa.
Conocí Fuerteventura hace más de treinta años, en los tiempos en los que, en palabras del entonces presidente del Cabildo insular, Gerardo Mesa Noda, tenía “veinte mil majoreros, sesenta mil cabras y ocho mil legionarios”.
Recuerdo las palabras del que hoy es Presidente de la Cruz Roja en Canarias hablando, clamando, por la isla, que empezaba a incorporarse al modelo desarrollista de las demás islas, repitiendo que Fuerteventura no era una “isla menor”, que era, incluso, “mayor que Tenerife, a marea baja”.
Viví allí los primeros años ochenta como maestro en las escuelas rurales –“unitarias” se decía entonces- del sur de la Maxorata, asombrándome de los claros cielos nocturnos del frío invierno, de los tonos rojizos del atardecer sobre las viejas montañas de nombres sonoros, sumergiéndome desnudo en las desiertas playas, perdiéndose mi mirada en las copas de las palmeras altivas, mientras degustaba los quesos y los dulces tomates, tanto como el almíbar de los higos secos.
Enseñé a los jóvenes a leer y a escribir. Y aprendí mucho oyendo a los viejos pastores contar historias de luces mafascas, de pastores trashumantes, de barreros de calidad, de criadillas (la rara trufa majorera) en el Jable, de fuentes dulces en el territorio salobre, de apañadas de cabras en Jandía y de mariscadas de mejillones y lapas por la costa.
Recorrí la isla, desde las Cumbres de Jandía hasta los jables de Majanicho, desde los sedimentos continentales de Ajuy, llenos de lantánidos y otras tierras raras, hasta el malpaís de Pozo Negro. Subí a la montaña de Tindaya antes de que quisieran explotar la traquita con una excusa truculenta, ascendí a la Montaña de la Muda para tratar de impedir que instalaran la primera antena que mancilló la cima, recorrí La Pared de este a oeste y subí a la montaña de Cardón en busca de una fuente perdida.
Caminé junto a don Vicente Ruiz Méndez por el barranco de la Peña, buscando un molino perdido y otra fuente a la orilla del mar. Me habló de casas hondas y de atalayas. Con él me reencontré majorero en la isla de donde quizás mi bisabuelo salió a finales del siglo XIX, huyendo de la sequía y la hambruna.
No sabía que el paso del tiempo me convertiría en testigo de sitios que hoy ya no existen, de nombres que se han perdido, de formas de vida que se convierten en residuales. Las sensaciones me han revuelto.
Viajé de vuelta a Fuerteventura, acompañado por mi mujer, para que viese la isla a través de mis ojos nostálgicos, para que experimentara conmigo la poesía del desierto y la paz de su mar azul.
En cambio nos encontramos una isla de cien mil habitantes, más de cien mil cabras y ningún legionario, pero esperando alcanzar este año la cifra de millón y medio de turistas.
La isla ha cambiado de forma radical. Aquel territorio con pocos coches, poco urbanizado, sin ni siquiera semáforos, con la paz de los siglos en el territorio y sus gentes, se ha transformado en otra cosa: las urbanizaciones turísticas han colonizado grandes zonas, extendiendo sus redes, sus campos de golf, sus apartamentos, sus centros comerciales por doquier.
No reconocí Caleta de Fustes ni Corralejo. A una le han cambiado su denominación por “El Castillo” y a otra la han extendido varios kilómetros tierra adentro. Ya nadie se acuerda del viejo nombre de Puerto de Cabras y lo llaman, simplemente, Puerto. La carretera a Jandía, que fue asfaltada en 1981 ahora es una vía rápida necesaria para absorber el enorme flujo de tráfico. Quise encontrar los muros de piedra de La Pared, en vano. Ya no están; algunos de mis viejos amigos tampoco. Sólo queda su memoria. Es verdad que la isla tiene todavía varios territorios protegidos y que el interior se ha librado en gran medida del acoso desarrollista, pero ya no es la isla que recordaba.
Nos llevamos de la isla la labor de algunos majoreros que creen en el desarrollo y el turismo sostenible, aquellos que están volviendo a plantar olivos, parras y aloe, a mantener los muros de las gavias, a criar burros y camellos. A aquellos que recuerdan que Fuerteventura fue el granero del archipiélago y que todavía conservan los lavaderos de cosco y las norias de los pozos.
Sobre ellos siguen brillando las estrellas y la luna nueva.

Enlace de interés: Casas rurales de Fuerteventura La Gayría
Página de Facebook del autor: Antonio Cabrera Cruz

martes, 15 de abril de 2014

Cuentas y cuentos, de replicantes y realidades (Esta entrada apareció primero en www.canariascultura.com)


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Les cuento: hace un par de días volví a ver “Blade Runner, The director’s cut”, o sea la versión que Ridley Scott hubiese querido que fuera la buena, la última y personal; la obra maestra.
Confieso que quería volver a verla una vez más porque ya me había impresionado en 1983 y su recuerdo se había difuminado con el paso del tiempo. La vi en uno de los viejos cines de Las Palmas de Gran Canaria, ahora convertidos en oficinas, pisos y otros objetos de la especulación urbanística. Aquel había sido un fin de semana de escapada desde Fuerteventura donde estaba como maestro destinado en Tesejerague.
Cuando volví de nuevo a la vieja Maxorata me acompañaron una sensación amarga y  tres cintas de la  hipnótica música de Vangelis que pude encontrar en una vieja tienda de discos de la calle de La Peregrina: Albedo 0.39L’Apocalipse des animaux y Odes con Irene Papas.
Recuerdo la experiencia mística, inigualable, de recorrer las carreteras desiertas de la madre de todos los vientos rumbo al poniente entre Pájara y La Pared, con la Península de Jandía en lontananza, sonando la música futurística de Vangelis cantando a las hazañas guerreras de los héroes aqueménidas, las pasiones por amor y a la vida entre el Mar Egeo y la costa de Barlovento de Jandía.
Las cintas se quemaron de tanto hacerlas sonar en el cassette de mi Seat Panda, que volaba entre Alfa Eridani y el cinturón de Orión, entre la pista polvorienta a Cofete y el Malpaís Grande, entre la caldera de Gairía y la montaña de Tirba, siguiendo las huellas de mahos bajo las estrellas, siempre con los acordes del mago griego, Evangelos Odysseas Papathanassiou.
Han pasado más de treinta años y mi barba se ha vuelto gris, los ojos nostálgicos y la memoria de más de medio siglo me hace contar historias con la fruición de un “griot” africano. El diálogo entre el replicante Roy Batty, agonizante, y el policía Rick Dekkard, a quien le perdona la vida, resuena con toda su poesía en este futuro de aquel tiempo remoto:
-“Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo.
Yo he visto cosas que vosotros no creeríais:
Atacar naves en llamas más allá de Orión.
He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser.
Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.
Es hora de morir.”
-“No sé por qué me salvó la vida.
Quizás en esos últimos momentos amaba la vida más de lo que la había amado nunca. No sólo su vida, la vida de todos, mi vida.
Todo lo que él quería eran las mismas respuestas que buscamos todos: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿cuánto tiempo me queda?
Todo lo que yo podía hacer era sentarme allí y verle morir.”
Me miro al espejo y veo los años, la música y la poesía que he vivido. Escucho de nuevo las odas en la voz de Irene Papas y me siento joven, aunque ya no juegue al baloncesto ni persiga cetáceos en la Baja de Amanay, junto a mi amor mirando al poniente de la playa de Las Canteras.
En algunos aspectos el presente actual supera a las premoniciones de 1982 y a las del original de 1968 (Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?). Aunque no viajamos al Mundo Exterior para huir del paisaje apocalíptico del Los Angeles de la película, disponemos de una enredada madeja virtual que nos comunica (y nos aísla al mismo tiempo), de artilugios de todo tipo que nos permiten hacer vídeollamadas al otro lado de planeta y estar al tanto de la última novedad mediática.
Eso ha permitido que las empresas y los “entes” que suministran y controlan los servicios nos tengan controlados hasta extremos impensables por Orwell y otros profetas del siglo XX.
Sé que cada paso que doy queda registrado en la memoria de computadoras gigantescas y que distintas agencias gubernamentales (o no) a ambos lados del Atlántico pueden trazar mis movimientos, mis opiniones y no sé si, incluso, mis pensamientos o mis sueños.
Conozco a un buen amigo que ha borrado (o eso cree él) su perfil en las redes sociales, ha dado de baja su teléfono móvil y se ha retirado a una vida ermitaña, sin más gadgets que un viejo reloj de pulsera ruso Poljot y una vieja máquina de escribir portátil Royal Arrow de 1945, como la de Hemingway, para evitar ser seguido por hombres de negro que quieran embargarle el alma.
Lo que él quisiera ignorar es que su historial ya ha quedado para siempre grabado y a disposición de oscuras agencias que busquen especialistas en estratos triásicos para la industria petrolífera o a expertos en numismática fenicia para inspirarse en la fabricación de replicantes avaros. Mi amigo, desde su recóndita cueva de la Cumbre, quiere olvidarse de que los coleccionistas de historias personales que escrutan la vida de los ciudadanos, buscando enemigos donde no los hay, localizando compradores de cosas inútiles, repetidores de ideas sin sentido o delatores de cualquier tipo, están archivando los episodios graciosos, ridículos o comprometedores de todos para usarlos a su antojo cuando crean oportuno.
No sé si yo algún día intentaré borrar mis pasos; pero no será porque reniegue o me arrepienta de mis actos, sino porque este modesto escribidor especializado en cuentos de hadas o en cuentas de habas para historias infantiles, que ya no recuerdo bien a que me dedico, se habrá hecho a la mar en un velero rumbo al poniente o se habrá ido de eremita a Altair  (Alfa Aquilae).
Quizás yo sólo sea un replicante infiltrado y alguien ande buscando reacciones coherentes mías en esta realidad actual antes de retirarme definitivamente.
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lunes, 17 de marzo de 2014

De novelas y automóviles (Esta entrada fue publicada primero en www.canariascultura.com)

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Este año de 2014 ha empezado derramando toda la lluvia del océano sobre la tierra, fecundando las islas, pero llevándose a poetas, cineastas y músicos con la guadaña que a todos nos espera.
Mientras escribo una nueva novela que se está trabucando en los rugientes horizontes de los mares del Sur, buscando a Herman Melville, transfigurado en Achab el vengativo, voy revisando –entreteniendo a la pereza- el manuscrito de “Kopi Luwak”  para la segunda edición que les prometí a Victoriano Santana Sanjurjo y a Jorge Liria.
En el ínterin he llevado a rehabilitar el primer M5, el fabuloso automóvil que me dejaron como herencia las protagonistas de la novela. Desde que se publicó el libro, el coche había estado languideciendo en un garaje, padeciendo los azares de la inactividad y mi desidia.
Después de una costosa reparación, lo he vuelto a conducir en compañía de mi mujer por la sinuosas carreteras de la Isla, bajo la sombra de los almendros, oyendo el sonido del motor entremezclándose con el del agua saltando por riscos y caideros.
La vista del coche reluciente a la luz del sol me recordó la promesa que le hice a Cándida cuando partió en busca de su amada, de mantenerlo vivo y activo. El vehículo, un BMW M5 de 1986, es un protagonista más en el complejo entramado de la novela. Está inmortalizado de la misma manera que hizo Stephen King con un Plymouth Fury de 1958 en su novela “Christine” o el Ford Anglia que usan los pelirrojos Weasley en la heptalogía de “Harry Potter”. de J.K. Rowling.
También recurre el séptimo arte a los automóviles como protagonistas de las películas. Entre ellas me gustan el Ford Mustang GT 390, motorizado por Carrol Shelby y conducido por Steve McQueen en “Bullit”, en vertiginosas persecuciones por las calles de San Francisco o el mítico Alfa Romeo Spider Duetto, que conduce Dustin Hoffman en “El Graduado”.
Aunque si hubiese de elegir un coche cinematográfico, me quedaría con el fabuloso Lamborghini Miura que aparece en la escena inicial de “The Italian Job”, haciendo resonar el motor del V12 entre las paredes calcáreas de los Alpes Marítimos, antes de ser despeñado sin misericordia.
Quiero pensar que Sumba debe conservar todavía el aerodinámico y extraordinario Tatra 87 y el esbelto Jaguar C Type, descritos en “Kopi Luwak”, en donde quiera que se encuentre en este momento.
Mientras meditaba esto me acordé de la furgoneta VW T2 que se llevó Bour Siien en su viaje por tierras peninsulares y donde encontró el amor. La furgoneta quedó en manos de un surfero alemán, con los efluvios de amor entre el africano y su amada rusa.
Al mismo tiempo recordé que alguna vez tuve alguna de esas furgonetas, una de 8 plazas, nos sirvió a mis primas y a mí para escaparnos a Agaete un día de playa y nostalgia, cargados de bártulos rumbo al atardecer.
Por si a alguien le apetece un poco de literatura y automóviles, les regalo el capítulo XXIX del libro, lleno de erotismo y sensualidad.

(El capítulo mencionado más arriba se publicará próximamente en www.canariascultura.com y poco más tarde en este blog)

jueves, 27 de febrero de 2014

FEBRERO (esta entrada apareció primero en el digital CanariasCultura)

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La tierra huele a néctar,
a miel
entre almendros floridos,
de rosa y fucsia engalanados,
bajo la lluvia lenta,
que fluye mansamente
hacia el útero de la isla.

http://canariascultura.com/2014/02/06/febrero/

La lluvia resbala por las laderas cubiertas de hierbas, gota a gota, como una medicina líquida para la tierra seca, hasta crear hilachuelos de agua que caen en minúsculas cascadas. Se mete entre las grietas, buscando la oscuridad, empapando las entrañas de la isla, para salir más abajo, entre manantiales olvidados.
Este año el invierno es generoso y lleva semanas empapando el norte de Gran Canaria, como si quisiera recuperar la selva de Doramas y el fayal-brezal de la Medianía, enviando oleadas de nubes preñadas de humedad a parir sobre la tierra, dejando entrever miriadas de arcos iris entre los grises celajes y regando mansamente los campos.
Los arroyuelos cantan con un agua mansa que fluye desde nacientes resucitados en dirección a los saltos de aguas de los caideros, remansándose entre cabucos cristalinos, antes de seguir barranco abajo para llenar aljibes, acequias y atarjeas.
Los almendros florecen en una sinfonía de nieve, fucsia y rosa, salpicando los paisajes de la vertiente central de la ínsula, como heraldo de la primavera isleña, a la sombra de los roques sagrados.
Este mes de febrero nace con el aire fresco del océano batiendo las costas con la fuerza del mar de leva que ha atravesado el Atlántico, impulsando las olas con enorme poder sobre la costa, salpicando los acantilados y quebrando algunas de nuestras obras costeras.
Mientras escribo esto, tengo en mente mi artículo del mes de septiembre, Tláloc, el dios de la lluvia llora sobre México, donde convocaba a Tláloc, el dios azteca de la lluvia. Lo recuerdo mientras observo la playa batida de olas y viento, con la añoranza del verano y la tranquilidad de las aguas de entonces, con la nostalgia de las margulladas pendientes.
La lógica y la razón me dicen que, seguramente, no he tenido nada que ver con este invierno de lluvias y viento, de mareas altas y lunas frías, que mi poema a Tláloc no ha causado otra cosa que reavivar mi vena poética, sacudirme la pereza y ponerme a escribir.
Reconozco que alguna vez me fascinó la idea de poder conjurar al viento, convocar la lluvia o invocar a las fuerzas de la naturaleza, de convertirme en un hechicero náhuatl o un gálapa australiano.
Afortunadamente, no tengo tales poderes. Entre otras cosas, porque sería una pesada carga la perspectiva de verme amenazado, como se le hace a algún santo, tras procesión rogativa correspondiente, si no lloviera al gusto de todos (lo cual es más que probable), y ser arrojado por el precipicio más próximo.
Por lo tanto, me debo conformar con la poesía mientras el agua corre por el barranco y el gofio moreno está oliendo en el hogar (parafraseando a Néstor Álamo ).

miércoles, 15 de enero de 2014

NUR, LA LUZ (2ª PARTE)

NUR, La luz (2ª parte)

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La luz que impregna la ciudad nos debió llevar al puesto solitario de don Francisco Rodríguez Estévez. Detrás del mostrador me pareció un noble romano, de ojos luminosos, perfil latino y pelo cano, que vendía jamones, embutidos y carnes.
Según nos cortaba unos perniles del mejor jamón que habíamos probado, nos contó, nos relató y nos encantó con sus narraciones. Según hablaba se me antojó que un narrador medieval se manifestaba ante nosotros en el zoco, enlazaba las historias mientras cortaba el jamón o nos ofrecía el mejor solomillo de cerdo ibérico que hemos catado.
Nos explicó que los cerdos procedían de la Sierra Norte de Sevilla, que pacían entre bellotas donde alguna vez el emperador Trajano se había hecho construir una villa. Cada cerdo tenía una hectárea entre Alanís y el Pedroso.
Por aquellas tierras los cerdos hozaban entre las encinas desde tiempos inmemoriales mientras los romanos obtenían los proyectiles de piedra para  sus catapultas, lastrados por la alta densidad de la roca ferrosa.
De las piedras pasó don Francisco al cine, donde ha actuado en varias decenas de películas y más tarde nos habló de la puerta, de la puerta del mercado, se debe entender. Nos preguntó si habíamos encontrado la entrada; a lo que respondimos que habíamos entrado por un acceso sin marcas.
Nos dijo que había escrito más de seis mil cartas reclamando una puerta para el mercado. Nos enseñó artículos de prensa donde se le entrevistaba para que manifestara su descontento por la destrucción del antiguo mercado y las capas de restos arqueológicos subyacentes.
Nos indicó que el Antiquarium era un mero esqueleto de lo que hubo, que unos pelaron las cáscaras de la cebolla hasta dejar un hueco desnudo. Que los que se decían sabios, excavaron o saquearon para obtener beneficio, que no conocimiento; que se demoraron interminablemente, y no recuerdo qué más cosas terribles que hicieron humedecer los ojos del viejo placero.
Nos dio la dirección de su altar de lloros y lamentos, pidiendo una puerta para que el mercado no deje escapar a sus fantasmas, los conjure y atraiga clientes: www.laencarnaciondesevilla.blogspot.com.es
Desde entonces no dejo de leer al viejo Séneca de la Encarnación, a aquel maestro que he conocido ahora, maestro de la vida, narrador sublime, que empezó tres carreras y se decidió por la del último sabio de Sevilla, memoria de un mercado, defensor de los creyentes, mi amigo Francisco Rodríguez Estévez.
En algún otro momento del viaje nos encontramos con otro amigo del alma, el poeta onubense Antonio Núñez Torrescusa, que subió aguas arriba con su mujer, desde Sanlúcar de Barrameda, para traerme recuerdos comunes de Flandes, caldos de manzanilla y cantos “jondos” de su poesía medieval.
Fue Antonio mi primer lector, crítico y corrector. Leyó en las grises tardes de Eindhoven el manuscrito de “El anillo del pulpo” y en las luminosidades de La Jara de Sanlúcar, el correspondiente de “Kopi Luwak”. Sus doctas observaciones, sus eruditas correcciones me ayudaron a cribar el manuscrito y librarlo de gazapos e inconveniencias que se nos habían escapado a mi esposa y a mí.
Hacía casi diez años que no me encontraba con el poeta, que empieza a ser conocido y reconocido después de décadas de cultivar la poesía con un arte renacentista, más propio de Quevedo que de estos días. Me habló del premio recibido, de sus nanas, de la novela escrita en versos octosílabos, de su creatividad en la plena madurez de jubilado.
En Sevilla nos guió desde los jardines de Murillo, entre callejas, por el Callejón del Agua hasta una placa dedicada al poema en prosa Ocnos, de Luis Cernuda. No lo conocía y desde entonces ando a la búsqueda del Magnolio del poeta sevillano exiliado. Un poco más allá de la placa dedicada a Cernuda, tocaba la guitarra una muchacha de aspecto oriental, pensamos que japonesa, con acordes andaluces. Un sombrero en el suelo esperaba la donación de las hordas de turistas que seguían a guías provistos de un paraguas amarillo, a modo de estandarte.
Llegamos a la vista de la Catedral y la Giralda, desde la sombra de un pasadizo de bóveda alambicada, altiva la torre, resplandeciente al último sol de diciembre, marcando como faro las alturas celestiales, con su acceso sin escaleras, en pendiente helicoidal hasta los 98 metros y medio de altura, por donde la reina Isabel I de Castilla ascendió a caballo y los mortales suben a pie hasta la cumbre de Sevilla.
Las horas volaron en compañía de los amigos, que nos llevaron a La Bodega, un típico bar sevillano, abarrotado de turistas y de andaluces conocedores de la excelencia de la comida. Nos despedimos en la certidumbre de seguir unidos por la amistad, sabiendo que desde Sanlúcar de Barrameda hasta el puerto de las Isletas sólo hay una travesía de tres días en carabela.
Teníamos ya el mal de Stendhal, sin duda, cuando entramos en la basílica catedralicia de Sevilla. Los días anteriores nos habían impresionado mucho más que si hubiésemos andado por Florencia, Venecia y Roma sucesivamente. Casi siempre a pie, volamos desde las alfarerías de Triana –la aberante torre Pelli en lontananza- hasta las riberas del Guadalquivir, llenas de palmeras canarias. Por allí anduvimos, unas veces sin rumbo, otras dirigidos hacia el Museo Arqueológico o a una iglesia determinada. Vimos las cistas de los tartesios y la cerámica pintada con almagra –tan parecidas a las canarias que me hicieron temblar; admiramos las estatuas romanas, testigos de la importancia de la Hispania romana.
Al entrar en el templo principal de la ciudad, la sensación fue de vértigo ante la inmensidad. Era difícil buscar un único punto donde centrar nuestro interés, desde la altura de las naves, la luz que entraba por las vidrieras, el órgano central, los cuadros, las tumbas, las capillas o, incluso el soberbio patio poblado por naranjos con los dorados frutos adornando la vista.
Nos perdimos por la esférica sala cabildicia, con la sensación de entrar en el lugar donde se tomaron las decisiones de la iglesia española durante muchos siglos y, previamente, las de otras creencias, alumbradas por la luz de Sevilla.
El culmen de nuestro viaje nos encontró en nuestra visita al Museo del Hospital de los Venerables. Allí, en un antiguo edificio del siglo XVII, que pertenece hoy día a la Fundación Focus-Abengoa,  http://www.focus.abengoa.es/web/es/index.html
se encuentran, un museo, una pinacoteca, una biblioteca del barroco, un órgano y salas para conciertos y exposiciones varias. Después de haber visto los cuadros de Velázquez, Murillo y Zurbarán, admiramos los frescos de la antigua iglesia, obra del maestro Valdés Leal.
Lo que realmente nos impactó fue la exposición “Luz Nur”, La luz en el arte y la ciencia del mundo islámico. La exposición ha sido recopilada por la erudita Sabiha Al Khemir y estará en Sevilla hasta el día 9 de febrero; después cruzará el Atlántico para ir a Texas, al Dallas Museum of Arts.
Es una exposición única y por primera vez en la historia se han recopilado objetos, libros, tapices, piezas de madera, de cerámica y de otros materiales donde se refleja el interés islámico por la luz, el tiempo y el espacio; desde los tratados de anatomía y cirugía a los astrolabios; desde los fabricantes de autómatas a los de vidrieras y celosías.
El compendio de artes, artesanías y ciencias islámicas son el reflejo del pasado cultural islámico en el Mediterráneo, desde ambas orillas del Estrecho de Gibraltar hasta las fronteras del río Indo. La exposición en sí merecería una dedicación mucho más extensa de lo que es el propósito de este artículo y recomiendo la visita antes de que sus tesoros vuelvan a sus lugares de origen.
Hemos regresado del viaje a Sevilla impregnados por la luz y el interés humano en comprenderla, por entender el mundo que nos rodea, sea de la cultura, etnia o religión que seamos. Hemos tenido contacto con varias personas singulares que se cruzaron en nuestro camino para iluminarnos y apreciar su Sevilla universal. Ante ello sólo podemos musitar, con el oleaje batiendo las playas de Gran Canaria, muchas gracias: “Civis hispalensis sumus”

Enlace al folleto digital de la exposición ‘Luz, Nur’, La luz en el arte y  la ciencia del mundo islámico. Fundación Focus-Abengoa, Sevilla, España. Del 26 de octubre de 2013 – 9 de febrero de 2014.
*Imagen superior: Fragmento de la segunda página de dicho folleto.

NUR, LA LUZ

NUR, La luz (1ª parte)

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Sevilla es luz, la luz que se cuela por las celosías, la que atraviesa los patios, la que se esconde en las callejuelas del antiguo barrio judío, la que se refleja en los naranjos, la que trepa por las enredaderas, la que se mece en las hojas de las palmeras canarias y la que riela en el Guadalquivir.
He concluido el año y empezado esa ilusión de otro nuevo, midiendo el tiempo con un reloj andaluz, con un astrolabio persa y un dios judío. El tránsito de Venus lo atestiguaron estatuas romanas y lo iluminaron lámparas hebreas.
He vuelto de un viaje iniciático a la ciudad que inspiró a la mía, de la imperial Sevilla al Real de Las Palmas de Gran Canaria, en un viaje de ida y vuelta que me causó el tremor volcánico de los ecos de la Historia.
En algún momento me sentí como un astronauta que volvía a su planeta después de andar orbitando el espacio exterior. Fui a Sevilla con mi amada para enamorarme de mis raíces, para sentirme unido a una tierra que sentí como propia, para sentirme tan mestizo como puro, tan andalusí como canario, tan africano como europeo, tan americano como judío, tan árabe como romano, tan tartesio como español.
Llegamos a Sevilla al atardecer, después de la lluvia, con las marismas llenas de agua y el río de barro alfarero, cantando por los jardines de naranjos repletos. El camino del hotel moderno hasta el centro histórico de la ciudad mientras caía la luz con lentitud fue el comienzo de la sorpresa: la ciudad era un jardín, lleno de naranjas orientales ficus americanos y palmeras canarias.
Entramos por la llamada Puerta de la Carne (donde más tarde supimos se encontraba el cementerio judío bajo el aparcamiento), buscando algún sitio donde comer.
Ahí empezó la conjura: unas campanas sonaban muy próximas, con unos tañidos musicales llamando a oración. Tardamos unos minutos en girarnos en la dirección correcta para ver desde dónde nos daban la bienvenida. Al otro lado de la calle destacaba una iglesia pequeña con un pórtico barroco flanqueado por columnas de mármol rojizo y coronada por un campanario triple.
Al entrar en el templo, nos dimos cuenta de que el piso estaba por debajo del nivel de la calle y todo el techo estaba lleno de yeserías barrocas, de una luminosidad nívea. La atmósfera que emanaba el recinto era de serenidad contenida y parecía retener algún misterio que se nos revelaría días más tarde.
Ese atardecer degustamos un plato de “pescaíto” frito, formado por longorones, salmonetes, calamares y algún pez desconocido para mí, pero que nos recordaron a los lagartos de los fondos arenosos de Canarias. Nos supo a manjar de pescadores del estuario, aguas abajo.
En esa primera exploración del barrio de Santa Cruz, nos perdimos en un dédalo de callejuelas retorcidas, donde nos atrajo un museo flamenco detrás de las ventanas enrejadas.
Al día siguiente nos dirigimos hacia la puerta de Carmona, con un mapa para perdernos y el tiempo para hacerlo. Nos metimos a ciegas en una calleja que más tarde sabríamos que se llamaba Verde, repleta de celosías y patios misteriosos. Una voz detrás de nosotros dejó paso a uno de los duendes de la ciudad, que se personificó en doña Encarnación Guillén León, quien volvía de la compra con su tesoro de verduras frescas y tenía el tiempo justo para guiarnos en el laberinto antes de que su hijo llegara de Flandes con la familia.
Doña Encarnación nos abrió los ojos a un patio lleno de enredaderas en los muros y hojas de acanto en los parterres, reflejando la sabiduría en sus ojos claros. Nos dijo donde secaba los cuadros Bartolomé Murillo, al calor de los patios sevillanos, en el Patio de los Cuadros.
Nos guió por la calle Verde, callándose que los judíos resistieron en esa última vía las matanzas de 1391, pero enseñándonos una obra actual, en cuyo sótano tenían lugar las abluciones  rituales de los judíos antes de entrar en la sinagoga cercana, hoy iglesia de San Bartolomé del Compás.
Nos ilustró doña Encarna con la vida y milagros de Miguel de Mañara, quien aparentemente inspiró el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Visitamos el palacio renacentista de la calle Levíes, sede de la Consejería de Educación de Andalucía, que respira la historia y está habitado por funcionarios autómatas en el periodo navideño, remedando el movimiento de los ingeniosos mecanismos que posteriormente veríamos en la exposición Nur.
Mientras andábamos leguas entre las callejas, descubrimos rincones insospechados: en una dirección la callejuela era oscura y en la opuesta luminosa, alumbrada por el reflejo solar; aquí una columna de mármol cubría una esquina, en la otra un capitel visigodo asomaba entre el encalado.
Otra noche entramos en el Museo de la Judería de Sevilla, donde nos atendió un joven de perfil moruno, nombre judío y apellido canario: Jaime Moreno Tamarán, licenciado en Historia y guía.
Nos convenció para hacer una visita nocturna guiada por el barrio de Santa Cruz, la antigua judería, mientras nos preguntábamos mutuamente por el Tamarán que adornaba su apellido.
Nos dijo que, según el censo del Gobierno Andaluz, sólo existen unas 40 personas en toda España con ese apellido, todas de su familia, originaria de Los Molares, población de la Campiña, muy conocida por haber contado con el mercado de la seda más importante del país.
Quedamos en hacer averiguaciones para saber si, como intuimos, el apellido es originario de Gran Canaria, donde Tamarán es uno de los supuestos nombres prehispánicos de la isla. Lo que es evidente es que tamarán, significa palmera y también  su fruto, el dátil. Quizás algún indígena grancanario fuera llevado como esclavo hasta la Sevilla colonial, dejando su estirpe a la orilla del Al-Wad-al-Kebir, lejos del Guini –al-wada.
Le contamos acerca de Tamaraceite, la antigua Atamaraseid; sus relaciones etimológicas con el enclave de Tamanrasset en el desierto argelino, con las ciudades de Tamra en el norte de Israel o su homónima en Túnez. Nos entretuvimos hablando de las similitudes profundas entre Canarias y Sevilla, yéndonos hasta más allá, a las costas orientales del Mediterráneo en una conversación llena de palmeras y dátiles.
Nos guió Tamarán por los límites de la Judería, entre las masas de turistas, presente bajo los niveles del asfalto, en los sótanos llenos de arcos, tinajas y misterios. Nos habló del fatídico año de 1391, de las matanzas, del fanatismo de Ferrán Martínez; de Susona, la traidora. Nos confirmó los datos sabios de Encarnación León y nos descubrió las columnas tardo-romanas de la puerta lateral de Santa María la Blanca, templo sagrado sucesivamente para romanos, visigodos, judíos y cristianos; un compendio de la ciudad espiritual, que nos dio la bienvenida el primer día.
Al tercer día cruzamos el Guadalquivir en dirección a Triana, buscando el mercado. Entramos en él para sorprendernos de los aceites, los jamones y las excelentes tapas de tortillas de camarones, rabo de toro y aceitunas jugosas. Bajo el mercado encontramos las tétricas ruinas del  Castillo de San Jorge, sede del Tribunal de la Santa Inquisición, después de haber sido el último bastión musulmán antes de la rendición de la ciudad a las tropas castellanas en 1248.
Volvimos a cruzar el Guadalquivir sobre un puente pétreo en dirección al centro, buscando la luz. Esa luz se nos manifestó en otro mercado, que no lo parecía, en un sitio extraño, cubierto por unas raras y gigantescas formas de madera, donde conocimos a un hidalgo sevillano singular.
Sobre el antiguo mercado de la Encarnación, en el barrio Alfalfa, alguien había decidido construir uno nuevo, tirando la edificación existente. El concurso público lo ganó el arquitecto berlinés Jürgen Mayer, con un proyecto futurista denominado Metropol Parasol.  Sobre el centro norte de Sevilla se levantaron seis exóticas construcciones, similares a grandes hongos para dar techo al nuevo mercado, más centro comercial futurista que otra cosa. Los sevillanos las bautizaron rápidamente como Las Setas de la Encarnación mientras la construcción se demoraba durante años, el costo se multiplicaba hasta cifras desmesuradas que no permitieron acabar bien la obra y, hasta hoy, el mercado sigue sin puerta principal ni señal que indique su situación.
Excavando el suelo encontraron el pasado y nosotros nos encontramos a Séneca redivivo cuando buscábamos un poco de jamón entre los puestos llenos de pescados de la desembocadura del río, olivas árabes, quesos de cabras moriscas y carnes de liebre o faisán.