lunes, 9 de diciembre de 2013

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El hechicero de la luz y la mirada, por Antonio Cabrera Cruz

Quien vaya a ver esta exposición debe estar advertido desde ahora. Lo debe estar por varios motivos: el primero, y el más accesorio, es que esta crítica no es objetiva, no puede serlo, por razones que más abajo se explican. Y el segundo, mucho más trascendental, es que va contemplar algo excepcional: quizás se vea a usted mismo reflejado en alguno de los cuadros, retratado por el pincel de un pintor único.
Debe observar la luz que llega  a los cuadros y mirar como se refleja en las pupilas que le siguen desde los cuadros; contemple atentamente los ojos que lo miran, sienta los colores, los matices, los relieves de la pintura, los brochazos brutos, los trazos finos. Perciba la magia que emanan.
Estará viendo algo único. Es la obra de Juan Santiago Cabrera Cruz. Soy testigo de que lleva mirando a la Humanidad desde el momento en que nació, escrutando almas y miradas; midiendo proporciones y gestos; grabando muecas y sonrisas. Después de cuarenta y siete años lo ha sublimado en esta exposición.
El camino ha sido largo y tortuoso. Pero aquí está lo mejor de sí mismo: pintado en esos lienzos que nos rodean. Es la obra de uno de esos pocos artistas que marcan su época. Él mismo lo duda; yo no.
Ha aprendido el Arte a la antigua: solo. Sí, lo ha hecho él solo, sin escuelas, sin facultades, sin otro maestro que la vida y la luz. Es verdad que ha visto museos, conocido a otros pintores y asistido a las clases de la Escuela Luján Pérez. Pero lo esencial lo aprendió él solo. Nunca le hizo caso ni a mí ni a nadie. No le hacía falta. Estaba tocado por la Musa, marcado en los genes.
Desde pequeño pintaba. Aprendió a dibujar antes que a escribir, a pintar antes que a sumar o resolver ecuaciones. Lo hacía con un solo ojo; o mejor dicho, usaba uno de ellos para las cosas normales y el otro se lo dedicaba a la luz y a sus matices.
Sus libretas escolares ya estaban llenas de “muñequitos”, para mi desesperación; después descubrió los cómics y un poco más tarde trazó un “jóker” vestido de verde para una discoteca oscura. A partir de allí siguió bregando para aprender un oficio en la Escuela de Artes y Oficios y después ganarse la vida diseñando carteles y llaveros. Pero tenía una pasión que no lo dejaba respirar sin crear, sin pintar.
Lo vi de lejos, pintando en un sótano y en una azotea, manchado de óleo, oliendo a tabaco y dibujando caras, sombras y luces; creciendo. Me acerqué sin comprenderlo todavía, yo tan miope como él, tan sordos ambos, tan parecidos; dos hermanos: uno ciego, el otro sordo, buscando lo mismo, sin entender lo distinto en nuestra similitud.
Ahora me he alejado más para acercarme a su Arte, para asombrarme de sus luces, de sus caras, de sus cuerpos desgarrados, de su madurez. Sólo desde la perspectiva de los años, de la lejanía para ver los lienzos de grandes dimensiones, llenos de Goya en sus desgarradas imágenes del Dos de Mayo, en los indignados enfrentados a la policía antidisturbios, cargando unos contra otros en escenas cinematográficas, con los azules y grises de su estilo. Sólo ahora empiezo a ver, a entenderlo apenas.
Su inconfundible estilo, clásico casi siempre, a veces grafitero, a veces comiquero, siempre genial, llena esta sala que fue cine para deleite del espectador, al que no dejará indiferente, ni viendo a los políticos actuales desfigurados, ni a los policías desgarrados por la dureza de su trabajo -porra en ristre-, ni a los manifestantes corriendo y luchando, defendiendo sus creencias. A nadie dejará frío.
A todos ellos los disecciona Juan Santiago con su bisturí, trastocado en pincel de precisión, sin prejuzgarlos. Ninguno de ellos es condenado, todos están retratados para la Historia, como lo fueron los mercenarios mamelucos o la familia de Fernando VII, inmortalizándolos en su miseria. Quedan, eso sí, desnudados, libres de los oropeles y maquillajes de televisión, expuestos a la vista de todos, paralizados por la magia de este hechicero de la pintura.
A veces aparecen trazos de los cuadros de Oskar Kokotcha, que horrorizaba a sus retratados o de los de Lucien Freud, que hacía honores a su abuelo, psicoanalizando a su madre o de los de Francis Bacon, despreciados por Margareth Thatcher.
De todos ellos se nutre Juan Santiago, los vampiriza, les arrebata una luz, una sombra o una actitud. Pero no es como ninguno de ellos. Es él mismo. Sus cuadros serían inconfundibles en cualquier rueda de identificación. Eso lo dice todo. Un “Juan Santiago Cabrera Cruz” es único.
Por si la serie de cuadros principales fuera poco, también nos presenta una magistral serie de caras, pensadas para ser usadas como palos de la baraja: aquí tenemos personalizados los pecados capitales o las artes, unos masculinos otros femeninos, algunos jóvenes otros viejos. La humanidad desfila en estos retratos. Todos nos podremos sentir reflejados, incluso a nuestro pesar. ¡Búsquense!
Esta última serie se me antoja antológica, como un catálogo de las capturas de personajes y momentos, como si un fotógrafo le hubiera dejado su  dossier para usarlos como modelos de la obra del Teatro del Mundo. Aquí hay 53 arquetipos humanos y un par de “jókers” –comodines-, para que nos podamos reconocer en ellos.
En suma: contemplen, horrorícense, admiren y disfruten; están ante el trabajo de un pintor excepcional, aunque soy consciente de mi falta de objetividad porque soy su hermano. Lo que yo lo atestiguo por escrito, ustedes pueden verlo pintado y juzgar por ustedes mismos.

Composición Juan Cabrera_wide_color

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