domingo, 24 de marzo de 2013

“JURO QUE LA PRÓXIMA PRIMERO VOY AL OJO Y DESPUÉS AL CULO” (Los guirres, el DDT y los parques de animales)


Mi madre es una fuente inagotable de recuerdos y anécdotas. Según avanzan los años su memoria empieza a flaquear y, a modo de exorcismo, repite aquellas historias que amenizaron mi niñez.
El otro día fui con mis alumnos a visitar uno de esos parques temáticos que atraen a los visitantes con espectáculos de animales amaestrados: delfines que saltan en una piscina  de agua salada “con climatización controlada”, cacatúas que pedalean en una bicicleta y aves rapaces que capturan cebos volantes ante audiencias sentadas en cómodos anfiteatros.
Mis alumnos se divirtieron de lo lindo, viendo especímenes exóticos que algunos nunca habían contemplado en su vida. Yo salí con otra impresión, viendo aquellos animales ejecutar  numeritos de circo, privados de libertad y alejados de su medio y sus congéneres.
Cuando le conté a mi madre mi excursión, ella aprovechó para contarme –con la misma parsimonia y misterio de siempre- una historia que he escuchado de su boca tantas veces que  podría dibujarla aquí con su mirada brillante y su palabra sonora, que han permanecido constantes mientras ha envejecido con nobleza:

“Había una vez un guirre que llevaba tiempo sin comer y sucedió que divisó a lo lejos  un burro tendido en los tableros del sur.
Se elevó para poderlo ver desde arriba, a la manera que hacen los guirres, volando en círculos aprovechándose del viento que soplaba desde el mar. 
Quería comprobar que el animal estaba muerto. Los guirres son prudentes y tardan tiempo hasta que se deciden a acercarse a los cadáveres del campo. Su vuelo alto, pronto llamó la atención de otros guirres que sabían que cuando un congénere orbitaba en círculos sobre el mismo sitio eso significaba comida en el suelo.
Cada vez se aproximaban más aves: guirres, cuervos y hasta alcaudones empezaron a girar sobre el asno tendido. Todos esperaban a que el primer atrevido se decidiera a bajar junto al burro para comprobar si estaba realmente muerto.
El guirre que llegó primero, sentía mucha hambre y quería descender para comprobar si el pollino era ya cadáver. Aparentemente, no había movimiento en el cuerpo tendido en el suelo, pero otros guirres no estaban seguros.
-Yo creo que todavía respira –dijo un guirre viejo.
-Está muerto, y bien muerto –respondió el hambriento.
-No seas imprudente. Si el burro está vivo te puede hacer daño –añadió un tercero.
Mientras las aves discutían, el guirre impaciente se lanzó en picado en círculos descendentes.
-Vete primero a los ojos –le aconsejó el viejo, desde lo alto.
El apresurado guirre se posó cerca del animal tendido mientras los demás carroñeros observaban desde la seguridad de la altura. El alimoche canario joven se acercó hacia el burro con las plumas blancas de la cabeza erizadas por el viento que azotaba el tablero cubierto de tabaibas y cardones. Lo miró a un par de metros de distancia con desconfianza. No detectó señales de vida y se dirigió al ojo equivocado.
El guirre se aproximó por detrás buscando uno de los sitios blandos del animal y allí intentó picar.
Lo siguiente que sintió fue la presión del esfínter del burro al cerrarse con violencia sobre el pico. El asno reunió las pocas fuerzas que le quedaban, se incorporó y sacudió al atrevido guirre, atrapado en las entrañas del mamífero.
En una de las sacudidas, el ave quedó libre, atontada por las sacudidas del burro. Recuperó la compostura como pudo y emprendió el vuelo ayudado por la subida térmica del aire. Estaba estremecido pero ileso. Cuando llegó a la altura de la bandada de carroñeros que seguían acechando al burro agonizante dijo:
- Juro que la próxima voy al ojo y después al culo.”

Mi madre todavía se ríe por la travesura de contar una historia con elementos escatológicos que entretenían a toda la pandilla de mis primos durante las tardes sin televisión de mi niñez.
Fue la televisión la que me aclaró años más tarde el curioso comportamiento de los guirres. El ínclito doctor Rodríguez de la Fuente dedicó un capítulo completo a la vida del alimoche (que es como se conoce al guirre en la Península Ibérica). El famoso divulgador decía que los alimoches no tienen el pico tan fuerte como los grandes buitres y tienen que esperar la llegada de los reyes de la carroña para que rompan la piel de los cadáveres y puedan alimentarse.
Como quiera que en Canarias no había buitres, los guirres empiezan buscando las partes más blandas, como los ojos y el culo de los animales muertos para acceder a  sus entrañas. Así que la historia de mi madre debe tener una base real. Alguien observó el hecho y lo contó. Algún alimoche canario se llevó un buen susto, llevado por su inexperiencia, y la memoria popular le llevó la historia a mi madre.
Cuando era niño le decía a mi madre que quería ver algún guirre. Ella me decía que no quedaban en Gran Canaria. Me decía que la última vez que los vio fue en la gran plaga de langosta del año 1954.
La plaga fue combatida con DDT que se pulverizaba a gran escala por todas partes. El insecticida causó una gran mortandad en toda la cadena alimenticia, desde las langostas hasta todos aquellos animales que hacían presa en ellas, incluidos los guirres.
Los pequeños buitres canarios fueron casi exterminados hasta desaparecer durante los años siguientes, debido a los estragos del DDT y la cacería supersticiosa.
Sólo pude ver una pareja de guirres durante los años ochenta en Fuerteventura, volando majestuosos sobre la montaña de Cardón, fronteriza entre Maxorata y Jandía, buscando alguna cabra despeñada.
Estos últimos días cuando acabo de ver el vuelo domesticado de un marabú africano o de un águila calva americana, añoro el vuelo libre de los guirres canarios, los guinchos pescadores y hasta los cuervos sobre los cielos de las islas.
Muchos de los que hemos subido la cordillera pirenaica a pie hemos admirado el magnífico vuelo de los buitres resaltados sobre el aire límpido de las montañas. Me gustaría que se hiciera como en los Pirineos, donde se han vuelto a introducir los buitres leonados, con la cooperación de los ganaderos que han llegado a acuerdos de dejar los cadáveres de ovejas, vacas y caballos tendidos en el campo, dejando la tarea de limpieza ecológica a los grandes carroñeros alados.


domingo, 17 de marzo de 2013

CUASQUÍAS, ALEXIS RAVELO Y EL HIJO DEL TAPICERO (A modo de comentario de la última novela de Ravelo, “La estrategia del pequinés”)

 Acaban de cerrar la sala Cuasquías después de más de treinta años. El pub, sala de conciertos, lugar de encuentros culturales y más allá, ha tenido que echar el cerrojo, acuciados sus propietarios por razones económicas y la competencia del ocio nocturno al otro lado del Guiniguada: los tiempos cambian.
La sala estuvo primero en la calle Venegas y de allí saltó a la calle de San Pedro, lindando con el muro del barranco oculto. Desde 1994 residió allí el templo de la noche, la música, la intelectualidad y la bohemia de la ciudad. Durante décadas desfilaron por su sala y su barra artistas incipientes o voces consagradas: Compay Segundo, Serrat, Javier Krahe, Hilario Camacho, Pedro Guerra, Rosana Arbelo, Arístides Moreno, Los Coquillos, Prana, Domingo Rodríguez el Colorao  o José Antonio Ramos, componen una pequeña selección de aquellos que por allí pasaron.
Yo, confieso, solo estuve un par de veces por allí. Y las veces que fui lo hice por algún compromiso ineludible durante mi época sindical, bien porque el huésped de turno quería ver y oír el sonido del timple solista de José Antonio Ramos o la voz rota de Javier Krahe o bien porque la chica de turno simplemente quería oír algo de jazz.
Yo entraba a regañadientes, queriendo fugarme antes de hacer algún disparate. Para mí, el local de Cuasquías también ocultaba otros sonidos y olores, persistentes más allá del humo y los vapores etílicos: el aroma de la madera de caoba o de cedro, los barnices de la ebanistería y el golpeteo de los martillos de tapicería sobre las tachas de semilla. Alguna vez quise saltar la barra y cruzar el antiguo patio hasta llegar al taller de tapicería del fondo, esperando encontrar a mi padre, calzado de alpargatas, con tachuelas en la comisura de los labios, los ojos brillantes detrás de las gafas y una madeja de crin en las manos, diciéndome: “¿qué libro traes hoy para leer mientras me esperas, muchachito?”
Mi padre fue un artesano tapicero y trabajó en aquel sitio durante más treinta años. Allí entró de aprendiz antes de cumplir los catorce años y allí siguió hasta que Muebles San Pedro tuvo que cerrar las puertas a principios de los años setenta del pasado siglo, cuando la competencia feroz de los recién implantados grandes almacenes obligó a las pequeñas empresas canarias a cerrar. Era imposible competir con los tresillos hechos en serie en las fábricas de muebles levantinas o con los muebles elaborados con maderas prensadas del País Vasco.
Muebles San Pedro era un comercio local que fabricaba y vendía todo tipo de muebles por encargo. Llevaba más de medio siglo en el negocio y, junto a dos o tres comercios similares, surtían el mercado local de todo tipo de muebles, sillones, mesas, aparadores, sillas, telas y materiales para la tapicería.
Allí trabajaba una decena de magníficos artesanos, entre los que se encontraba mi padre, ajenos a las intrigas del tiempo, al desembarco de los gigantes, de Galerías Preciados, de El Corte Inglés, ansiosos de ocupar un mercado en alza, por el naciente desarrollo que traía el turismo.
Muebles San Pedro no pudo resistir demasiado la competencia y tuvo que cerrar las puertas, enviando a un desconocido paro a todos aquellos artesanos, que de la noche a la mañana se encontraron en la calle, en un nuevo mundo hostil, sin empleo ni perspectivas.
Recuerdo las veces que acudía al taller a esperar que mi padre acabara la jornada laboral. López, el encargado de la tienda, me dejaba pasar por debajo del mostrador, permitiéndome echarle una mirada a la enorme caja registradora de la marca Krupp, antes de escurrirme hasta el taller entre una barahúnda de sonidos de carpintería.
Allí estaban David, el de la Portada Verde, y sus hermanos, Maestro Ignacio, Paco Torres y algunos otros de quienes –desafortunadamente- no recuerdo sus nombres. Mientras mi padre cosía a mano el forro de algún sofá o terminaba de enguatar la tela florida de alguna butaca centenaria, yo me sentaba en una esquina a leer “Los corsarios de Mompracen” de Salgari o “Las tribulaciones de un chino en China” de Julio Verne.
Recuerdo aquellas tardes perdidas en la nebulosa de la infancia y las aguas ocultas del aprendiz de río, entre los fantasmas de Andrés el Ratón, los quioscos del Puente de Palo y las ninfas del Puente de Piedra, la imaginación llena de libros prestados y cómics de la editorial mexicana Novaro.
Por eso me resistí durante mucho tiempo a entrar en el número nueve (después número dos) de la calle de San Pedro. No quería romper la telaraña de mis recuerdos infantiles con los nuevos inquilinos de la casona, primero con los del Pool y después con los de Cuasquías.
Quizás me equivoqué, porque eso me hubiera permitido conocer mucho antes a Alexis Ravelo Conocí a Alexis muchos años más tarde, cuando él ya había dejado su trabajo en Cuasquías. Primero como autor de la misma editorial que yo, Anroart, y luego, personalmente, cuando lo invitamos a nuestro colegio para que se presentara ante nuestros alumnos de Los Altos, que habían leído el precoz “Las fauces de Amial”.
Jorge Liria, con su ojo experto de editor y periodista, le dio la oportunidad de publicar varios cuentos infantiles y juveniles hasta que apareció su “alter ego”, Eladio Monroy, con sus aventuras detectivescas por nuestra común ciudad, que lo llevaron al éxito local.
Es Alexis un escritor integral, que vive de su palabra y de sus cuentos, que maravilla a cualquier audiencia con sus anécdotas y su ingenio, a la manera medieval (y actual). Es capaz de conseguir la atención de escolares tanto como de adultos y es de los pocos escritores canarios que vive de sus libros, lo cual es la mejor prueba de su talento.
He seguido con interés –y cierta envidia, debo reconocer- sus peripecias literarias hasta fichar por la editorial catalana “Alrevés”. Allí ha publicado recientemente “La estrategia del pequinés” en una colección de novela negra.
He leído con fruición esta nueva entrega de nuestro Raymond Chandler. El arte literario de Alexis Ravelo culmina con esta edición de una novela negra destinada a convertirse en clásica del género.
“La estrategia del pequinés” retrata de manera magistral los mundos y submundos de estas tierras del subtrópico como un retratista consumado. Se enmascara Alexis detrás de una de aquellas antiguas cámaras con paño oscuro y lentes intercambiables para trazar una historia en blanco y negro de la realidad insular, vista desde la oscuridad, con humor negro, ironía e inteligencia.
Pero no es “La estrategia del pequinés” una historia localista; sí, está ambientada en Gran Canaria, en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, con alguna salida al exterior, pero los personajes podrían vivir en La Habana, en Londres, en Miami o en cualquier parte, son arquetipos de valor absoluto.
Alexis ha conseguido convencer a una editorial exterior de que su arte trasciende las fronteras de estas ínsulas. Traza Alexis arquetipos universales de perdedores, de “underdogs”, de “pequineses” que resisten hasta que los perros alfa de este mundo se confían, pera ser mordidos con la desesperación de quien no tiene nada más que perder.
Quiero pensar que el caserón de la calle San Pedro tiene las buenas vibraciones de una casa que ha cobijado a muchos creadores, artistas, músicos y escritores.
Alexis Ravelo es digno representante de todos aquellos que hemos respirado el olor de la caoba, la tea y el tabaco de aquellas paredes, de aquellos que crearon buenos muebles, buena música y leyeron buenos libros en aquel lugar y que viven para siempre en nuestra memoria.