viernes, 26 de octubre de 2012

Acrónimos, acrósticos y diletantes



Yo fui de esos niños tranquilos, de los que no causan líos, salvo aquellos motivados por su timidez, su pachorra o sus ausencias. La niñez la pasé solitario, metido entre libros o tirado en los prados contando las patas de las hormigas –mi madre “dixit”- u observando con la precisión de mis ojos miopes lo infinitamente pequeño y las letras místicas de Borges.
Tardé mucho en levantar la vista a los horizontes lejanos, a lo próximo y los prójimos. "Gracias" a un estúpido oftalmólogo de la Seguridad Social, que tardó en darse cuenta de mis problemas visuales más de lo oportuno, me demoré en llevar unas gruesas gafas que me permitieran ver el borroso mundo exterior, detrás de un culo de botella graduado.
La prótesis visual me permitió ver con nitidez. Lo hice con la misma curiosidad y perplejidad de entomólogo con la que otrora observara lo cercano, descubriendo lo próximo y lo lejano. Recuerdo que me llamaban la atención la suciedad de las paredes de mi ciudad, las caras arrugadas y las miradas tristes. Pero también me maravilló el océano y los perfiles de las montañas de la Cumbre, más allá de la montaña Codeso y los Roques del Saucillo.
Llevar lentes correctoras me permitió ver el mundo exterior con mayor confianza y eso me movió a querer explorar ese nuevo mundo que se abría delante de mí: ya no sólo quería radiar los duelos de la Unión Deportiva, quería jugar al fútbol como Juanito Guedes o correr la Maratón como Emil Zátopek o Abebe Bikila y no sólo escribir como Salgari o Stevenson.
Me volví “desinquieto” (no puedo remediar el canarismo contradictorio) sin dejar de ser estoico. Una combinación del Americano Impasible, Robinson Crusoe  y Deckard, el blade runner, persiguiendo replicantes y diletantes. Vi mucho cine y rompí unas cuentas gafas, intentando convertirme –en vano-en estrella del baloncesto o as del balompié. También corrí por playas y montes, bajé al fondo del mar y me colgué de un periscopio estelar.
Esa inquietud me acompaña hasta hoy, aunque no haya logrado tocar las estrellas, cuando sigo mirando las patas de las hormigas o de las pulgas que nos plagan. Además la edad me ha hecho crítico, mordaz y hasta sarcástico, lo cual vale tanto para escribir entre líneas como dentro de ellas.
 El otro día tenía un catarro con toses y fiebres que no se bajaron durante el fin de semana, así que se me ocurrió ir al médico. El buen hombre, sin mirarme a los ojos, me auscultó, me miró el interior de mi maltrecha garganta, comprobó que mi nariz estaba congestionada y se sentó sin mediar palabra para escribir en su ordenador.
Como no veía lo que estaba escribiendo, me fijé en su cara: estaba concentrado en lo que hacía, frunció el ceño durante unos segundos, con actitud de preocupación y miró mi cara desaliñada, con barba de tres semanas, con gesto de desaprobación.
Me temía lo peor mientras que aquel heredero de Galeno esperaba que saliera la hoja de la impresora con su diagnóstico y la prescripción médica: me la alargó diciendo: guarde cama un par de días, tómese la medicación y vuelva por aquí en caso de que no mejore.
A mí todo aquello no me pareció muy tranquilizador: Me prescribía aceltilcisteína, paracetamol y budesonida, según principios activos de nombres farmacéuticos , casi cabalísticos, pero que más o menos me resultaban conocidos.
Lo más inquietante era el diagnóstico con todas sus letras: ¡IRVA! Tenía un “irva” y confieso que no sabía qué rayos era aquello.
 Las nuevas recetas son un peligro para los enfermos hipocondriacos. Ya no son ilegibles como en los viejos tiempos, donde el facultativo garabateaba de su puño y letra tanto el diagnóstico como su prescripción. Ahora el ordenador se encarga de la traducción instantánea de las crípticas letras médicas.
Aquello del “irva” me intranquilizaba sobremanera, así que camino a la farmacia eché mano de ese invento maléfico de los teléfonos móviles “inteligentes” y consulté a San Google bendito que está en la red de redes, tecleando entre toses, IRVA. El resultado fue tranquilizador: Infección Respiratoria de las Vías Altas. O sea, un catarro de toda la vida.
No supe sin reír o llorar. El doctor no se limitaba a llamar al benigno catarro con su nombre; lo denominaba IRVA y ni siquiera se sonrojaba. La tendencia entre la profesión médica apunta hacia ese objetivo: hacer difícil lo fácil y complejo lo incomplejo. Si usted tiene un catarro o una laringitis le van a decir que tiene un IRVA, si tiene una pulmonía, ya no le dirán que tiene neumonía –como se le denominaba hasta hace bien poco- sino le dirán que tiene una IRVB, o sea que tiene una infección respiratoria de las vías bajas.
Gracias a que todavía no estamos en la campaña del IRPF o del IGIC o del IVA, pero las nuevas denominaciones médicas parecen destinadas a asustarnos más de la cuenta por enfermedades, que ahora sufriremos unidas a la correspondiente reducción salarial: Si usted tiene un IRVA con prescripción de reposo durante tres días, tendrá la correspondiente reducción salarial del 50% de su sueldo. Si tiene un IRVB con veintiún días de baja laboral tendrá una reducción de sus emolumentos del 75% de su salario.
Parece que todo empieza a encajar en este mundo decadente, donde las cosas no se llaman por su nombre para que nos confundamos un poco más.
Después de ahondar en el tema y, sin salirnos del mundo médico-farmacéutico, vemos como el copago sanitario va unido a nuevos acrónimos dedicados a los iniciados: si usted oye que su farmacéutico hablan de PRMs, entienda que hay Problemas Relacionados con el Medicamento, o sea que si usted –por ejemplo- toma amlodipino para la hipertensión y se le hinchan las piernas tendrá un PRM.
Aunque todavía más grave sería si usted tiene un RNM, o sea un Resultado Negativo de la Medicación, como una arritmia. Como se puede ver se está creando una terminología destinada a ser confusa, una especie de “newspeak” o “neolengua” de aquella obra premonitoria de George Orwell llamada 1984, donde la élite hablaba una versión "nueva" del inglés, sólo conocida por ella. Orwell aparentemente sólo se equivocó en unos treinta años en el título de su obra.
Yo no sé si esta es una epidemia de acrónimos destinados a confundir a los profanos o una carrera hacia unos eufemismos irreconocibles que necesitan de una guía hasta para los iniciados, que hacen uso de ellos para obtener una ventaja sobre los demás.
En el terreno de la Enseñanza tampoco nos hemos librado del uso y abuso de los acrónimos. Como quiera que el informe PISA ha puesto a la Enseñanza Pública de Canarias a niveles cercanos a los de Zanzíbar o Pernambuco, los sesudos pensadores a sueldo de la Consejería, se han puesto a modificar la forma en la que los docentes debemos programar, utilizando los conceptos de lo que se ha venido a llamar Competencias Básicas. Los documentos relativos al tema están llenos de acrónimos, acrósticos y galimatías varios que requerirían de un estudio en profundidad y que dejo para una próxima entrega de esta entrada.
Esta claro que el sistema educativo canario y español necesita medidas que corrijan sus deficiencias. La cuestión necesitaría un debate amplio, mucho más allá de lo que este modesto escritor pretende con este artículo, pero los problemas educativos no se resuelven exclusivamente cambiando la nomenclatura de los modelos programáticos y sustituyéndola con una “neolengua” plagada de términos urdidos por diseñadores de acrónimos.
George Orwell en “1984”, Aldous Huxley en “Un mundo feliz” y Ray Bradbury en “Fahrenheit 451” reflejaron en sus obras de ciencia ficción distópica las nuevas sociedades dictatoriales que amenazaban el horizonte del siglo XX, manipulando y controlando las sociedades con instrumentos  lingüísticos, de comunicación y control de masas. 
Es posible que estemos viviendo los primeros síntomas de que esa nueva sociedad totalitaria pueda hacerse realidad en el siglo XXI.

viernes, 5 de octubre de 2012

Los cofres del Congo Belga y mis coches

No sé si el amable lector conoce mis aficiones, pero sabrá de alguna de ellas si sigue leyendo. Entre las más caras -tanto por dinero como por cariño- figura mi pasión por los coches clásicos; aunque más de uno me ha recordado, no sin razón, que los míos son simplemente “coches viejos”. Esta pasión es, como todas las aficiones irracionales, tanto placer como tormento, bien entremezclados e indisolubles.




Hace bastante tiempo que el vicio andaba aletargado entre la racionalidad y la falta de liquidez económica. Aunque recientemente parece que el exterior se ha confabulado para volver a recordármelo, reavivando la llama que ardía soterrada en el sótano de casa.

Pues bien, “ahora más allá” -me gusta el canarismo- le compré una piezas de frenos de un rarísimo FIAT 130 Coupé Pininfarina de 1974 a un señor belga que las ofrecía por internet. Como podrán suponer, poseo un ejemplar de tal vehículo que espera su restauración en algún garaje perdido. Se lo compré, en un arranque de locura, a un taxista que lo tenía arrimado -otro canarismo- con el cárter roto y no sé qué más problemas. Después de la adquisición estuve un cierto tiempo recopilando repuestos para poder devolverlo a la vida. Eso sólo fue el principio de una azarosa aventura, que me llevó a recorrer muchos kilómetros, gastar mucho dinero y hacer una tarea detectivesca localizando repuestos y supervivientes de esa serie de coches de la FIAT en Canarias.
Ese trabajo se interrumpió después de varios años durante los cuales me dediqué a la compra compulsiva de varios ejemplares de FIAT 130, unos moribundos, otros mutilados y alguno en estado comatoso. También compré restos de stock en varios garajes que habían conservado repuestos para los malhadados vehículos. Después de muchos meses terminé con dos vehículos completos con posibilidades de recuperación y varias toneladas de piezas usadas con las que resucitarlos. Tras la fiebre inicial y muchas vicisitudes que le ahorraré al lector, el proceso quedó interrumpido sin fecha de continuación.

Pero, como decía más arriba, el destino tiene designios inescrutables y el señor belga a quien le había comprado los frenos, me dijo que visitaría Gran Canaria el pasado mes de febrero. Así que le busqué un hotel en Las Canteras y le ofrecí un poco de hospitalidad isleña, haciéndole de buen anfitrión en su estadía invernal. Le enseñé mis coches y lo paseé por algunos museos de automóviles clásicos de la Isla. Lo acompañé a algunos campos de golf que yo mismo no conocía y lo invité a almorzar en una cueva restaurante: el colmo del exotismo.

Pensé que con eso cumpliría con mi deber. Pero para mi sorpresa me ofreció un trato: me dijo que estaba desprendiéndose de sus coches en Bélgica y que me remitiría su propio “stock” de piezas del FIAT 130. Al principio, y en mi neerlandés oxidado, le respondí que no andaba muy bien de finanzas y que no podría comprarlos. Además casi me había aburrido de mis coches y pensaba quitarlos al mejor postor.

Su respuesta me sorprendió: Se mostró horrorizado y me dijo que le gustaría subirse en Gran Canaria a un FIAT 130: uno d ellos míos reparado con sus piezas y, además, no quería que le pagara con dinero. Se contentaría con poderse quedar un par de semanas en mi casa. ¡Un trueque! ¡Las piezas del 130 a cambio de dos semanas otoñales en mi casa! Yo que he cambiado un corte de pelo por un libro y hasta alguna estampa de Gallego, el defensa del Barça de los sesenta, por otra de Tonono, Guedes o Germán, ahora me veía confrontado con otro reto de trueque.

Al principio pensé que estaba de broma, pero no. No era una broma, era un trato entre dos honorables comerciantes fenicios (Gracias, Asterix). Mi nuevo amigo (o algo así) me proponía un trato tentador: yo recibiría media tonelada de piezas del FIAT 130, entre ellas la biblia: el manual de reparaciones original de fábrica, y él se acomodaría en mi casa -y sobre todo en la soleada terraza de la azotea ¡Están locos por el sol estos pálidos europeos! (Asterix, de nuevo).

Así que, después de varias peripecias y aplazamientos, por fin han llegado las mercancías y los belgas. Primero aterrizó el matrimonio procedente de Bruselas y unos días más tarde un envío marítimo de cuatro cajas metálicas desde los muelles de Amberes, cargadas de chatarras varias. El belga había usado cuatro baúles metálicos para embalar y estibar los repuestos y, camuflados entre ellos, incluso, un juego completo de palos de golf.

Cuando llegamos al tinglado del muelle para recoger la carga -tras pagar servicios de tránsito, impuestos varios y propinas a los que nos ayudaron a manipularla- me llevé una sorpresa mayúscula cuando mi amigo Willem (ahora lo puedo considerar así) me dijo que los arcones metálicos eran de la época colonial belga en el Congo.

No sé si me sorprendieron más la tornillería bruñida al cadmio, las culatas preparadas para montar o el carburador perfectamente reparado o las maravillosas cajas donde habían venido desde Brujas. Willem me aclaró que las cajas tenían casi un siglo de uso y habían servido para enviar todo tipo de mercancías entre Bélgica y la colonia africana. Incluso me insinuó que alguna vez quizás se hubieran usado para enviar diamantes en bruto.

Los cofres permanecen en mi sótano, esperando a que ordene las piezas y luego las escrutaré para ver si puedo extraer el polvo de diamante para elaborar alguna buena historia. Y si decido cambiar de afición, también los palos de golf quedan a mi disposición.