miércoles, 28 de septiembre de 2011

HIC RHODUS, HIC SALTUS (Dudú se fue y yo no hice lo suficiente)



Cuenta Esopo que un atleta mediocre y fanfarrón se jactaba de haber dado un gran salto en los juegos deportivos de la isla de Rodas. Los vecinos, que se hartaban de oírle vanagloriarse del gran salto, le decían: “Hic Rhodus, hic saltus”: Esto es Rodas, salta aquí.

Demuestra aquí lo que dices que has hecho en Rodas. Aquí la luna también sale por el oriente, aunque se llame Puerto de la Luz y lo primero que alumbre sea la playa de las Alcaravaneras y no las playas rosas de Dákar. El sol se pone –evidentemente- hacia occidente y alguna vez se puede ver el rayo verde mientras uno contempla como el sol se hunde más allá de Tenerife.

Estoy estos días con un catarro típico de comienzo de curso y me gustaría que el malestar que siento fuera atribuible únicamente a esto: tengo congestión nasal, dolor de cabeza y anoche tuve algo algo de fiebre. Lo dicho, padezco un catarro propio de finales de verano añadido al nuevo año escolar.

Pero no es del todo cierto. Dudú se fue el sábado. Se fue rendido y hambriento, cansado de buscar lo que no encontraba, tan ligero de equipaje como vino hace más de quince años. Mi amigo Dudú, el que me ayudó a encontrar a Bour Siien, el que me consiguió algunas máscaras africanas, el que me ayudó a conocer Tjifere sin haber estado allí, el que me hablaba de las etnias del Senegal; Dudú, mi amigo, se fue y yo poco hice para ayudarlo. Lo confieso con el alma rota y la congoja de no haber actuado bien.

Me había llamado el día antes para pedirme ayuda sin pedírmela, como siempre. Me decía que venía desde Tenerife para pernoctar en algún apartamento de la zona del puerto –junto a otros “amigos”- y partir al día siguiente rumbo a Cádiz. Se iba, regresando al Senegal, con la derrota del emigrante que no ha triunfado, como el indiano que regresaba a nuestra tierra sin la plata de las américas

Yo me quise olvidar y me fui con mi mujer a ver el concierto de Maná en el Estadio de Gran Canaria. Allí bailamos, allí cantamos, allí disfrutamos de las clásicas de la banda, de las rancheras y de una puesta en escena espectacular. En el concierto contemplé con perplejidad los experimentos góticos del nuevo disco, escenografía incluida. Sólo canté con las rancheras y con la Loca del Puerto de San Blas. Allí me resfrié y quizás no sólo fuera por el frescor de la noche.

A la mañana siguiente, Dudú me llamó una hora antes de partir su barco, despertándome del todo. Belén y yo salimos a toda carrera para llevarles algunos alimentos enlatados y sacar algo del cajero. “Sólo un poco para comprar agua y pan para el camino” me había dicho Dudú. Era, a todas luces, insuficiente.

Cuando llegamos al muelle, vimos a Dudú a lo lejos, ataviado a la occidental con unas gafas de sol, que no disimulaban su delgadez. Cuando le dimos la comida y el dinero, hizo algo que todavía revuelve mi conciencia: tomó una lata de piña tropical en su jugo, la abrió y se la comió delante de nosotros (habiéndosela ofrecido a los otros dos africanos previamente). ¡Dudú tenía hambre! ¡Mi amigo wolof tenía tantas ganas de probar bocado que no esperó!

Creo que es la primera vez que siento algo así. Mi amigo llevaba todo el verano en el sur de Tenerife, donde se había desplazado desde Gran Canaria con la esperanza de encontrar un trabajo que aquí no hallaba. Nos dijo que lo había pasado mal, que los hoteles y restaurantes que en el pasado lo había contratado por Adeje, no tenían trabajo para él. Que había crisis.

Había malvivido, vendiendo figuritas por Las Américas; pero se regresaba, junto con otros dos senegaleses, a su tierra por el camino más barato: por carretera. Tomaba el ferry de Acciona-Transmediterránea hasta Cádiz y desde allí saltaría el Estrecho de Gibraltar. Después emprendería a bordo de una vieja furgoneta el larguísimo periplo por carretera desde Ceuta hasta Dákar, cruzando Marruecos, el Sáhara y Mauritania hasta las playas rosas de la capital senegalesa.

Me había pedido meses antes que le buscara un billete “barato” para Dákar. Yo, toubab mezquino, ni siquiera me molesté en mirar. Me olvidé de mi amigo que languidecía a lo lejos, en Tenerife. Allí estaba lo suficientemente alejado; hasta que me llamó el viernes por la noche desde el barco.

Ahora me preocupa su destino. No sé si -como ya pasó hace un año- los actuales disturbios en el Sáhara lo van a retrasar. No sé si los distintos guardias de fronteras les van a robar o golpear, no sé si tienen dinero suficiente para comer y beber. No sé nada de ellos desde que los despedí en el muelle, ni lo sabré hasta que lleguen a su tierra y mi amigo me llame con su habitual “Ici Doudou, en Touba!” ¡Ojalá así sea! Inshallah!

Mientras eso no ocurra, me siento amargado. Me duele no haberle ayudado de forma real y efectiva, de no haberle comprado el pasaje en su momento para que se fuera a casa, con su mujer Fall y sus cinco hijos. Me siento responsable por no haber actuado debidamente, aquí y ahora. Me acuso de no haber sido solidario con él, de no haber saltado aquí y ahora en su ayuda real.

“Hic Las Palmas, Hic Saltus!

lunes, 19 de septiembre de 2011

NUEVA NOVELA (Al principio era el verbo)

Ando estos días entre los comienzos del curso, enseñando a leer a un grupo de “hambrientos” niños de seis años y trazando las primeras letras de una nueva novela, combinando el noble arte de la escritura con el no menos noble de la enseñanza. Las palabras silban en la mente mientras las escribo, al mismo tiempo que dibujo en el aire de la clase la ele y la eme, recitando sílabas y palabras elementales para mis alumnos y para mí mismo.

“Mientras enhebraba las palabras en el sedal que corría en la estela del velero, iba dejando atrás el faro de La Isleta, dejando caer las letras al fondo, una tras otra, intentando pescar un bonito para la cena, tentando la liña y oliendo el salitre.
Cipriano Delgado pensaba en lo que había dejado mucho más allá del horizonte, detrás de sí, hacia el lejano occidente, de donde había huido antes de que la ballena de la Universidad de Berkeley acabara por engullirlo del todo.
Bryan le había prometido la cátedra de Semiótica en el último intento de retenerlo cerca de la bahía californiana, asegurándole que Moby Dick resoplaría frente a Alcatraz antes del final del semestre y vería al mismísimo Achab sucumbir altivo con ella...”


Dibujar un nuevo personaje incluye su bautizo: “Al principio era el verbo”. Acabo de elegir el de Cipriano Delgado para uno de los personajes principales de este embrión de novela que estoy gestando. Tiene el nombre de Cipriano ese componente de las dinastías familiares del que tanto gustaban las generaciones anteriores.
Un antecesor destacado tenía un nombre característico -muchas veces obtenido por las casualidades onomásticas del santoral- que heredaban los primogénitos hasta que las modas modernas los han hecho sustituir por otras alternativas, la mayoría de ellas nombres de actores, cantantes u otros personajes de efímera fama.  
Así que yo, que no tengo hijos propios, he decidido que este último hijo literario se llame Cipriano Delgado, por razones que callaré, ya que no es conveniente que todo se sepa indiscriminadamente.  
Yo me llamo Antonio por mi abuelo paterno y Ramón porque nací el día del santoral en que nací. Pocos saben eso. No uso mi segundo nombre, quizás por comodidad o quizás porque alguna vez leí que Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, fue un sanguinario general carlista, tan audaz en las batallas como implacable con los prisioneros. Y no quería compartir nombre y primer apellido con tal despiadado personaje. He sabido muchos años más tardes que Ramón Cabrera era tan sanguinario con los prisioneros, a quienes fusilaban sin remordimientos, porque las tropas isabelinas habían fusilado a su madre previamente.
Eso de estar marcado por el nombre que uno lleva formaba parte de los mitos de muchos pueblos. Desde tiempos inmemoriales se ha bautizado a los niños con apelativos procedentes de sus padres, de los santos o héroes del lugar, buscando que su destino fuera propicio desde el nacimiento, con un buen nombre.
Hoy día esas costumbres han ido dando lugar a otras más curiosas: durante los años ochenta y noventa del pasado siglo XX en Canarias se puso de moda bautizar a los niños con nombres de procedencia prehispánica, que se disputaban el honor de ser los nombres más usados con otros tomados de actores, actrices y otros famosos.
Cuando se bautizaban a los niños con los nombres de los abuelos o padres, se esperaban que los niños continuaran con la reputación de sus antecesores: eran comunes los Francisco, Pedro, Juan, Santiago, María, Carmen y un largo etcétera de nombres de tradición cristiana,  incluyendo algunos otros menos comunes como Nicanor, Paulino o Eufemiano, convertidos en dinastías patronímicas.
La costumbre de usar nombres de famosos procedentes de la canción, la cinematografía o el deporte, muchas veces cristianizada con un complemento del santoral, se ha ido imponiendo cada vez más, sustituyendo a las costumbres previas. Recuerdo una Alaska del Carmen o un Kevin Costner del Pino, destacando entre la pléyade de nombres procedentes de personajes de culebrones venezolanos, tertulianas de programas vespertinos y futbolistas sudamericanos.
No sé si todos los padres que bautizan así a su progenie son conscientes de lo que proyectan sobre ellos, marcándolos con el pesado estigma de compartir apelativo con determinado actor o actriz. Probablemente no mucho más que aquellos que anteriormente querían que su hija se pareciera a la abuela, ignorando que los antiguos judíos y griegos -por ejemplo- pensaban que el nombre llevaba el destino insertado en sí mismo.
En fin, yo acabo de bautizar al protagonista de mi nueva novela como Cipriano Delgado, a él le deseo larga vida literaria, pues lleva la vida novelesca marcada en los genes del nombre.
  

lunes, 12 de septiembre de 2011

VUELTA A LA REALIDAD

Cumplo años el último día de las vacaciones veraniegas. No sé si es el destino o las casualidades, pero siempre me veo obligado a celebrar mi cumpleaños la víspera del comienzo escolar, un especie de presagio de envejecimiento justo antes de cumplir años de maestro.
Como docente desde hace casi treinta años, la vuelta a la realidad laboral se hace tan refrescante como un salto al agua fría. O te despiertas o te ahogas. Por ahí tenía un borrador de recuerdo vacacional (III Parte), pero creo que va a quedar cerrado hasta que me ponga al día de mis deberes escolares.
Este curso me corresponde lidiar con un heterogéneo grupo de niños de seis a ocho años: unos que necesitan aprender a leer y otros que necesitan aprender a ser autónomos. Suponen un nuevo reto para este maestro que entró en la cincuentena, canoso, hipertenso, novelista y novelero.
Trazo las letras en cursiva en la pizarra mientras danza en mi mente el guión de una nueva novela. KOPI LUWAK ha superado el primer verano en el mercado y empiezo a recibir eso que los americanos llaman “feedback”. Algunos dicen que les ha encantado y se la han recomendado a la cuñada y al vecino. Yo pienso más en esa otra historia que empieza a aguijonearme desde la muralla aborigen que dividió mi juventud allá por el Arguineguín y la montaña de Tauro; y me gustaría que KOPI L. anduviera sola esta parte del camino.
Después de que Jorge Liria me diese el soplo, me pasé parte del verano esperando que algún medio local se hiciera eco de la novela, pero las entrevistas que me hicieron se perdieron entre las crisis de la deuda soberana, la quiebra griega y el paro. Cada vez las páginas culturales de los periódicos son menos, salvo que se refieran a la boda de la duquesa o a ese futbolista que chuta tan bien y se peina mejor que yo. Así que dejé de buscar(me) en las páginas menguantes de la prensa escrita.
A los que me felicitan por la novela, después de haberla leído, realmente no sé qué decirles; si hacerle caso a mi barbero -asiduo de este blog- que me dice qué debo trabajar en la continuación de la historia o ser prudente y esperar que otras voces emitan juicio.
En cualquier caso, la vida sigue y sé que Cándida de La Salle tiene vida propia  pues -según sus últimas misivas- anda feliz por los Mares de la Sonda junto a cierta sacerdotisa Mahapajit.
Por cierto, esta tarde yo tengo cita con el cardiólogo para ver no sé qué asunto de la válvula mitral de mi corazón y ando atareado con hojas de caligrafía infantil a rastras, un esquema de novela, una lucidez tan profunda como las mareas de septiembre y una serenidad madura.